Song: Miles Davis – Blue in green
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El vuelo a San Francisco fue rápido, pero un poco frustrante. Ni Arturo ni yo pudimos acabar el Sudoku nivel principiantes.
Después de un poco más de 4 horas, vislumbramos un puente casi infinito que atravesaba como saeta el océano, desde la East Bay hasta la península «franciscana» y más tarde, la pista de aterrizaje; una línea gris asfalto pintada sobre el llano verde californiano.
El aeropuerto casi vacío, era un ambiente de parsimonia total y agentes de migración buen pedo. Una de las ventajas de viajar en Octubre.
Para ir al centro tomamos el BART, el Bay Area Rapid Transportation, que te lleva, desde el aeropuerto, hasta el centro de San Francisco, y va a dar hasta Oakland. Nota mental: no quedarse jetón en el vagón.
Después de arrojar las maletas en el cuarto de hotel y hacer el chequeo protocolar de redes sociales, salimos a dar el rol.
Caminamos por el Financial District, cenamos y nos fuimos al embarcadero donde se toman los ferries y el San Francisco- Oakland Bay Bridge (yo pensé que ese era el Golden Gate, #quéosomil).
Al otro día nos levantamos a las 5 am, y como un pescador de otros tiempos, decidimos ir en busca de la criatura más preciada del reino de occidente: el amanecer.
Escalamos hasta la ardua cima de la Lombard Street, atravesamos las «ruinas griegas» del Palacio de Bellas Artes y exploramos Crissy Field a la orilla del Pacífico. Gaviotas, muelles y runners con sus perros, nos acompañaron en nuestra odisea hasta el gigante rojo, el Golden Gate Bridge.
Una neblina incontenible lo cubría todo; un manto celoso, húmedo y frío, que impedía una visión completa del puente. Lo recorrimos hasta la primera torre y después dimos marcha atrás.
Desayunamos unos huevitos en la cafetería Puccini, y volvimos por las maletas al hotel.
Ahora estamos en el aeropuerto, esperando el avión que nos llevará a Hong Kong, 14 horas y media de viaje nos esperan, ni una emoción.