The 48 hour trip to go home

Song: Powerman by The Kinks.

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Compartimos el taxi con una francesa a las 5.40 de la madrugada. Ella bostezaba como queriéndose tragar todos los recuerdos de Burma antes de llegar al aeropuerto internacional de Yangón.

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Check-In, documentación, un café con leche y «pâtisserie» antes de abordar.

1 hora 20 minutos de vuelo. En AirAsia no te regalan ni un vasito con agua; cualquier servicio adicional que vaya más allá del asiento semi reclinable y el baño de flush presurizado, corre a cargo de la tarjeta de crédito.

Aterrizamos en Bangkok a las 10.20 am. Como aves migratorias buscamos un rincón cómodo y cálido donde anidar. Encontramos un recoveco con una alfombra de mal gusto pero bien aspirada junto a una columna blanca de ningún estilo arquitectónico griego, pero muy cómoda para recargar las vértebras y con dos entradas eléctricas para recargar los iPhones. Ya después nos botamos al piso sin pudor ni forma, como dos gatos deshuesados con flexibilidad cartilaginosa.

Nuestro último McDonalds asiático, la spicy chicken que tanto nos gusta. Abordamos el avión para Hong Kong a las 3.30 de la tarde.

Tres horas de vuelo para llegar a la antigua colonia británica. El aeropuerto internacional de Hong Kong es tan grande, con espacios tan abiertos, que a pesar del constante y numeroso confluir de pasajeros, todo se ve tan vacuo y tan minimalista, tan anti-barroco.

Tomamos el Airport Express y luego el Metro hasta Mong Kok donde estaba nuestro hostal, en la Argyle St. Localizado en el catorceavo piso de un edificio viejo, nos arrumbaron en una habitación de dos por dos, con camas para enanos, y un baño tan compacto, que el escusado, la regadera y el lavamanos eran la misma cosa.

Salimos a cenar y nos encontramos aún con la Nathan Road ocupada por los estudiantes en sus tiendas de campaña y dando conferencias públicas a las 9 de la noche. La #UmbrellaRevolution o #UmbrellaMovement es un recordatorio más y un incentivo poderoso para regresar a México y unirnos a la Revolución de #Ayotzinapa. Ya casi.

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Al otro día volvimos al aeropuerto internacional de Hong Kong, donde nos encontramos con nuestra amiga Fer Pardo. Ella volaba a Kuala Lumpur y después a Australia; nosotros a San Francisco y luego al DF.

Desayunamos juntos mientras le contábamos sobre nuestro viaje. A veces la narración es algo llana porque todo salió muy bien, sin contratiempos, de a manual de viajero. Le falta pues el melodrama morboso de la tragedia.

Cada quién a su terminal, nosotros a la 1, ella a la 2. Nos subimos al avión alrededor del medio día.

Yo iba emparedado entre Arturo que apañó la ventana, y una señora muy china que llevaba uno de esos cojines inflables para el cuello.

A mitad del vuelo yo leía cuentos de García Márquez en el Kindle, mientras Arturo con la frente pegada en la ventana observaba la bóveda celeste, los cientos de estrellas fugaces y el otro avión con el que estuvimos a punto de colisionar.

Viejitos y señoras parándose a vaciar las vejigas cada 30 minutos, azafatas y sobrecargos empujando sus vehículos por los corredores, gente inconsciente con sus bocas abiertas en un grito mudo «Munkiano», otros en vela rezando, o viendo la película de estreno, que ya no es de estreno.

A falta de una hora para el aterrizaje nos ofrecieron el desayuno: huevos o noodles.

– Creo que la respuesta es más que obvia. Huevos.

Evidentemente la señora muy china pidió los noodles.

El viaje se redujo de 13 horas a 11. Al piloto debieron canonizarlo después de llevar a cabo el milagro de aterrizar el avión bajo las condiciones atmosféricas más adversas, con una niebla franciscana más densa que la espuma cappuccina, y unos vientos frenéticos que meneaban el avión como al tren circular de Yangón.

En San Francisco estuvimos 4 horas, que se fueron muy rápido entre la US immigration, el transfer de las maletas, el doble chequeo de seguridad y la sala de espera con internet. Cuando nos dimos cuenta ya eran las 12.30 pm, hora de abordar.

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– Ya es el último primo.
– No lo puedo creer.

Despegamos a la 1.20 de la tarde y lo único que podría contarles sería el pobre recuerdo que tengo del rico sueño que tuve. Cuando desperté Arturo llenaba la declaración aduanal y se escuchaba el inglés del piloto con acento de pocho, cortado por una intermitencia «microfónica» y con pésima dicción como si viniera amordazado.

– We will be landing in Mexico City in 20 minutes.

La Ciudad desde lo alto se veía como un microcosmos de luciérnagas nocturnas. El nostálgico deseo de volver a casa se volvió realismo auténtico en el momento en que los neumáticos tocaron la pista con su suspensión aeronáutica a cientos de kilómetros por hora. Aterrizar es siempre un alivio de habérsele escapado a la muerte una vez más.

Esteban fue por nosotros y nos fuimos a tragar unos tacos al pastor. Arturo solloza mientras le pega de mordidas a la tortilla ahogada en salsa, solloza de camino al departamento, y solloza una vez más mientras entra a su recámara.

Hemos vuelto, México, estamos en casa.

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