The elephants of the Mae Taman Valley

Song: Fyrsta by Ólafur Arnalds.

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Nos fuimos temprano por un café. Había que estar en la Oficina de Elephant Nature Park a las 7.45 de la mañana.

Minivan, una hora y media de viaje, documental ilustrativo de cómo comportarse con los elefantes. La etiqueta paquidérmica.

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El lugar es un centro de rescate y rehabilitación para elefantes, que han sufrido abuso y maltrato humanos. Muchos son ciegos por golpes en los ojos, otros tienen fracturas en sus extremidades, y cicatrices en la piel. Uno inclusive pisó una mina en Myanmar, y tuvieron que reconstruirle la pata.

– Imagínate ser un elefante y romperte la pierna.

La primera actividad fue darles de comer. Devoran alrededor de 200 kilos de fruta al día: bananas, calabazas, sandías. Les colocas la comida en la punta de la trompa, ellos la pliegan, y en una demostración de la tecnología mecánica evolutiva, maniobran la comida magistralmente hasta introducirla en sus bocas.

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Después caminamos por una vereda, donde fuimos alcanzados por dos elefantes. Ahora están acostumbrados a la presencia humana, y al parecer disfrutan de las caricias tiernas de los visitantes. Una serie de voluntarios locales trabajan aquí tiempo completo, y además cada elefante tiene a su «mahout» o vigilante personal.

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Su piel a la vista es como la corteza de un árbol de mil años. Al tacto se siente el grosor impenetrable, una coraza de carne y pelos gruesos muy separados entre sí, como espinas.

– Se siente como cuando te rasuras donde no te pega el sol, y comienzan a salirte los pelos prematuros.

Los elefantes no tienen noción de sus dimensiones. Se mueven sin hacer mucho caso a los alrededores, y caminan silenciosamente sobre el cojín ortopédico de sus patas que amortiguan su peso titánico al andar.

– Te acaba de pasar un elefante a centímetros de la espalda, y tú ni en cuenta.

Conocimos a la decana de la reserva, una elefanta que ha permanecido ya tres generaciones con los propietarios. Tiene más de 70 años y pasa mucho tiempo en el centro de salud.

Los elefantes no tienen una muy buena vista periférica, así que hay que pararse un poco más a su costado para facilitar el reconocimiento.

Los ojos de la elefanta heptagenaria son claros, y profundos, sabios. Una lágrima se desprende, una lágrima de elefante, que nos ahoga a todos.

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Hora de comer. Bufete variado.

– ¿Ahora los elefantes nos darán de comer a nosotros?
– ¿Cómo que ya no hay fruta? Le voy a robar un pedazo de sandía a los elefantes.

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Tiempo del baño. En un río te dan cubetas y les lanzas agua fresca a los costados y en el lomo.

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Sonríen, los elefantes sonríen. La frescura de una ducha fría debe ser un valor universal en el reino de los animales.

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Aquí en la reserva también cuidan y dan refugio a perros y gatos.

Jugamos con unos mininos, bebés, mientras les servían de comer su arroz con pescado.

– Por un momento me olvidé que en este lugar había elefantes. Amo a los gatos.

Última convivencia con los elefantes, el lodazal. Los elefantes usan el lodo para humectar su piel, regular su temperatura corpórea y como bloqueador solar. Toman el fango con la trompa y se la lanzan encima, una auto flagelación de tierra húmeda, salpicaduras homeostáticas.

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Conocimos a Sangduen «Lek» Chailert, un diminuta mujer que lleva años con la grandísima labor de proteger a los elefantes, y luchar en contra de algunas prácticas vigentes de crueldad animal.

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El «kraal» consiste en romper el espíritu del elefante y domarlo a través de golpes, inmovilización en jaula, privación del sueño, comida y agua, y otras atrocidades.

– Esos tipos se merecen las torturas de la inquisición.
– Enterrarles palillos debajo de las uñas.

También vimos al más joven de la manada. Un elefantito de 18 meses de edad.

– No tiene ni dos años, y es más grande que el perro más grande del mundo.

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Antes de irnos, té y galletas.

Nos fuimos de la reserva muy contentos. Un lugar donde cuidan y aman a los elefantes, a los perros y los gatos, es algo muy cercano al paraíso.

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