Barefoot on the three ancient cities

Song: Jazz Suite No. 2: VI. Waltz 2 by Shostakovic.  

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Desayuno a la vuelta del hotel. «Pancakes» de plátano que eran más bien crepas fritas plegadas y rellenas espolvoreadas con azúcar.

La noche anterior me topé con un inglés y su novia, quienes me propusieron compartir un taxi para visitar hoy, en un mismo día, 3 ciudades antiguas, 4 si se incluye a Mandalay. Acepté.

El taxista llegó por nosotros a las 9. Hablaba un inglés promedio, lo aprendió platicando con los turistas. No sabía ni leer ni escribir, budista, casado con una cristiana.

– Yo respeto todas las religiones. Amo a la gente que ama y es feliz. No me gusta la gente enojada. Nos dijo mientras pelaba los dientes de orgullo.
– Arturo, vinagrillo, ya valiste.

Mandalay.

Primera parada un taller de hojas de oro. El tiempo y el esfuerzo físico que implica esta práctica artesanal es cuasi inverosímil. Durante el proceso las piezas de oro son emparedadas en un sutilísimo papel de bambú,y son martilladas manualmente. Tic, silencio, tic, silencio, tic. Sin parar.

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Una unidad de oro de dos onzas es transformada en 720 hojuelas doradas, planísimas, por 3 artesanos, en 5 horas.

Después fuimos al templo del Maha Muni, un Buda que con el paso de los años se ha vuelto una bola colosal de oro.

Los creyentes, sólo varones (el
acceso a la imagen está prohibida a mujeres) adhieren hojuelas de oro al cuerpo de Buda. Es como hacer una piñata, pegando papel periódico con engrudo a un globo, estrato por estrato.

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Descalzos caminábamos por el templo.

– Ten cuidado, ahí se acaba de orinar un niño.

A la entrada del recinto, había varias figuras de madera, un arte prolífico en Mandalay. Decidimos ir a un taller de trabajo.

Máscaras, marionetas, tablones, estatuas grandes y pequeñas. Los artesanos con sus cinceles tallando corteza, creando «Pinochos» Budistas.

Nuestro taxista era un «loquillo» al volante con su Toyota de tiempos remotos. Hacía sonar el claxon como si este lanzara proyectiles fulminantes a los peatones y a los otros vehículos. Un «muévanse de mi camino» codificado en un pitido gangoso de trompeta. Nunca dejó de hablar por el celular tampoco.

Amarapura.

Llegamos a tiempo al colegio monástico Maha Gandayon para el desayuno de los monjes. Los turistas asisten a este evento cotidiano, como si lo que se presenciara fuera un acto mágico de cualidades extraordinarias. Los monjes desayunan, sólo eso.

– Quítense los zapatos.

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El valor de esta visita, es apreciar cómo los monjes viven en su comunidad, dónde comen, qué comen, dónde duermen y se bañan, dónde estudian. Los tendederos plenos de café y naranja de las túnicas oreándose al sol. La cotidianidad del monje budista. Lo mundano.

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Tan habituados a las visitas de extraños, muchos te ignoran como si fueras un espíritu o un perro cualquiera. Los que no te ignoran te sonríen, y muchos de los que te sonríen platican contigo, en un inglés recientemente aprendido.

Visita rápida a un taller de hilado de seda. Un viejo hila con ritmo y elegancia, como si fuera el piano solista de una orquesta sinfónica de Rachmaninoff.

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Sagaing.

El segundo templo del día, Soon Oo Ponnya Shin, estaba en la cima de una colina. Es uno de decenas de templos que se encuentran esparcidos entre el verde de los árboles. Desde el otro lado del río se ven las puntas doradas de las pagodas, vertiginosas, que se asoman por encima de las copas de los árboles, en un intento vano por acariciar el cielo.

Cuantiosa escalinata. En este viaje hemos aprendido vívidamente el sacrificio extenuante de «escalar» los templos.

– Ya nos hacían falta unos escaloncitos.
– Nombre sí, no sabes cómo los extrañaba.

El templo en la cima (quitaos los tenis, otra vez) parece una mini producción de Las Vegas, Nevada, con muchas luces de neón y pisos «taqui». La vista panorámica, por el contrario, vale la pena.

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Cansados y famélicos nos fuimos a comer noodles fritos y a tomar cerveza Mandalay. Al terminar una barca nos cruzó del otro lado del río a Inwa.

Inwa.

Aquí hay servicio de transporte ecuestre. Carretas impulsadas por caballos escuálidos, polvorientos y llenos de moscas, como si se estuvieran echando a perder.

Apegándonos a nuestros principios de respeto animal, decidimos caminar. Un sendero lodoso, un puente pequeño de madera y luego templos y monasterios escondidos en la maleza.

Así continuamos nuestro camino, hasta llegar al monasterio Maha Aung Mye Bonzan. Construido a principios del siglo XIX, bajo órdenes reales, fue construido en ladrillo siguiendo las reglas arquitectónicas de los monasterios de madera. Los pasillos subterráneos y las salas superiores (sin zapatos por favor) son magníficos.

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De nuevo el sendero lodoso y el puente pequeño de madera, atravesamos el río con la barca.

Último destino, el puente U Bein al atardecer.

Un esqueleto de madera de un kilómetro y medio atraviesa el lago Taung Thaman. A las orillas de este lago solía vivir el rey. Ahora está lleno de casas y monasterios.

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En al agua pescadores con el cuerpo entero,sumergidos, y otros en sus canoas, solos o paseando turistas.

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Caminamos hasta la mitad del puente, esta vez con los zapatos puestos.

Admiramos el sol introduciéndose en el horizonte. Es la luz que paga su cuota al final del día, depositando una moneda de oro en la alcancía celeste.

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Regresamos al hotel, ya de noche, y sólo teníamos fuerzas para cenar algo, y después dormir.

Ensalada de Hoja de Té -lo mejor de Burma- arroz, sopa, licuado de fruta, dulces de masa y coco. De los dos 4800 kyat (menos de 5 dólares).

– No es posible, les tengo que decir que nos cobren más, que esto no es negocio. Un Arturo indignado manoteaba espantándose a las moscas.

Pagamos la cuenta y nos fuimos, mientras a nuestras espaldas oímos la muerte de la última mosca electrocutada por la raqueta mata moscas del mesero.

Mañana Mandalay y el Palacio Real.

– Me pondré las chanclas. Ya aprendí la lección.

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